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Cómo el corazón engaña muchas veces a la cabeza.
Un supuesto Amaño y como el corazón engaña a la cabeza
El final que no cierra nada. Una vez terminó el partido, después de pasar por el vestuario con esa sensación de vacío, de no saber qué demonios acababa de pasar, bajé las escaleras que llevan fuera del estadio. Casi en la puerta, me topé con mi querido Hugo Cabezas. Me saludó con esa media sonrisa suya y soltó: "Agustín, ¿esto estaba amañado, no?". Yo, con el corazón en un puño, le respondí: "¿Qué va, Hugo? Hemos jugado fatal y ellos se lo jugaban todo... Pero no, nada de eso". Hugo no se quedó convencido —ni yo, en el fondo—. Se lo dije con el alma convencida, pero la cabeza, después de lo que había visto antes y durante el partido, me gritaba que algo olía podrido. Y olía. Le hago demasiado caso al corazón, siempre lo he hecho.
He empezado por casi el final, porque aquel día tuvo tantas consecuencias personales para mí que aún me queman. Se cargó un bonito proyecto del que después se aprovecharon unos carroñeros que pasaban por allí. Pero vayamos al principio, para que se entienda el mazazo.
El contexto: un equipo a punto de caramelo. Era el último partido de Liga, en casa contra el Granada CF. Nosotros, sextos clasificados; si ganábamos, quintos, pero daba igual —la temporada ya era un éxito—. Ellos, en cambio, bailaban al borde del descenso: si el Almería ganaba su partido, necesitaban vencernos por tres goles de diferencia para salvarse. Si el Almería fallaba, la cosa se ponía negra para el Granada. Nuestro equipo era una roca en defensa —el cuarto menos goleado de la categoría—, y en casa solo habíamos caído ante el Levante UD, que al final se coronó campeón. En resumen: teníamos mejor equipo, punto.
El año había sido largo y jodido. Tuve que ponerme al cargo del banquillo muchas jornadas, y la verdad, saqué buenos resultados —pocos tropiezos, mucho mérito—. Eso molestaba al colegio de entrenadores y a la prensa local, que veían cómo mi forma de hacer, más de calle que de manual, ponía en entredicho lo establecido. Pero eso es otra película, digna de su propio post.
Llegamos al partido como a uno más. Éramos de los pocos clubes al corriente de pagos, con jugadores revalorizados que luego demostraron su valía: todos tenían ofertas jugosas de equipos grandes, contratos gordos. Lo ideal era cerrar en casa con profesionalidad, haciendo las cosas bien. Lo justo.
La semana rara: la grieta que lo cambia todo. La preparación fue normal... salvo una cosa que pudo torcerlo todo. Loren, un chaval muy joven entonces (después petó en Primera muchos años), era nuestro central titular desde hacía partidos. Pero en el anterior, en Albacete, un cabrón que luego fue compañero suyo le metió un codazo con toda la mala leche del mundo. Le cosieron 17 puntos en la lengua. Decidí que no jugara, aunque él estaba loco por salir al campo; era un riesgo innecesario, y yo no iba a jugármela con un crío.
Llegamos al día del partido, y ya algo me chocó: el reciente presidente del Granada no quiso sentarse en el palco, como hacían todos. Me enteré en el calentamiento. El Granada no salía a calentar, y yo, en un momento, me acerco a nuestro vestuario. Al girarme, veo entrar a un jugador nuestro —uno que no iba convocado desde hacía semanas— en el vestuario visitante. Su cara, al pillarlo, fue un poema: no le hizo gracia que lo viera en su "vestuario amigo".
Este tipo había jugado en el Granada antes, así que el corazón me dijo: "Irá a saludar a viejos compañeros". La cabeza susurró: "¿Qué coño hace ese ahí?". No saludaba a nadie. Con el tiempo me enteré de que, supuestamente, andaba en otras movidas.
El partido: inexplicable, o demasiado explicable. El encuentro fue un sinsentido desde el minuto uno. Explicable solo con la sospecha que Hugo Cabezas me plantó después, y que yo, ingenuo, me negaba a aceptar. En el descanso, perdíamos 0-3. Les miré a los ojos y solté: "¿Qué os pasa? No podemos jugar tan mal, con fallos de infarto". Pero ni se me pasó por la cabeza otra cosa. Fallos increíbles, sí, pero ¿traición? Imposible.
Lo supuestamente pactado se cumplió a rajatabla: terminó 2-5, con tres goles de margen que sacaban al Granada del pozo y nos metían en un lío monumental al Atlético Marbella. Aquello fue el detonante: la gente que había apostado por el proyecto se hartó con razón. Y la respuesta de algunos aficionados... una vergüenza. Uno le rompió el carnet de socio en la cara al presidente —20.000 pesetas de cuota a un tío que había metido millones de pesetas en el club—.
A mí me dejó tocado de muerte. Encima, lidiaba con una lesión grave de ligamentos cruzados de la que me recuperé, pero con mi edad ya no me dejaba jugar al 70% de lo que podía dar. Me negué a aceptar lo evidente durante años: que el partido había sido, supuestamente, amañado. No podía creer que compañeros pros se dejaran corromper, traicionando no solo a su equipo, sino a otros futbolistas de la categoría –compañeros de profesión–, y sobre todo a su propia dignidad y a una ciudad que creía en ellos.
La verdad que llega tarde: palabras que pesan como plomo. Pasaron los años, y un día el intermediario del proyecto –un representante de jugadores bastante golfo– se vanagloriaba de su "hazaña" ante un íntimo amigo mío, más que amigo: familia. Me lo contó todo. La pena es que son solo palabras, pero yo tengo certezas. Ese "jugador" del vestuario visitante y tres más que jugaron ese día, según el intermediario, supuestamente habían vendido el alma. Traicionaron al equipo, a los compañeros y a Marbella entera. Dijo nombres... No los repito, hace décadas de esto y no tengo pruebas físicas, pero la indignación me quema como si fuera ayer. Me duele en el alma no haberle hecho caso a la cabeza.
Al año siguiente nos tocó ir pronto a Granada. Al salir a saludar al centro del campo –como se hacía antes–, el público nazarí nos dedicó una ovación atronadora de agradecimiento. ¿Por un supuesto amaño? Qué ironía cruel.
Esta historia puede ser cierta o no. Que cada uno la vea como quiera. En el fútbol, en la vida y en todos los ámbitos hay gente extraordinaria... la mayoría. Pero también hay esa en la que confías, que crees extraordinaria, y resulta que es falsa hasta la médula.
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