Los Añoños
¿Quién no ha conocido a un Añoño? O mejor dicho: ¿Cuántos Añoños hubo… o hay?
Para responder a estas preguntas, tengo que presentar al Añoño que yo conocí.
De pequeño sabía que iba a ser futbolista. Por desgracia, por mala suerte o por falta de alguna cualidad, no llegué donde pienso que podría haber llegado. Pero jugué muchos años al fútbol, tuve excelentes compañeros y magníficos rivales y, aunque suene a vanidad, aun admirándolos, nunca me sentí inferior a nadie. Jamás.
Solo una vez en mi vida sentí, en un partido, impotencia: ese no comprender por qué no podía hacer nada, esa sensación de que yo era solo uno más entre los que estábamos allí, viendo una exhibición de talento.
Tendría doce o trece años —doce o trece años de los de antes—. Yo ya estaba cansado de jugar con gente mayor. No había benjamines, infantiles, cadetes, re-cadetes, pre-cadetes, juveniles o prenatales. Antes había buenos y malos. Y si te daba miedo jugar con tíos mayores, mala suerte: te quedabas mirando.
Se montaban dos equipos. Nadie miraba el carnet de identidad —de hecho, hasta pasados los veinte pocos lo tenían—, y comenzaba el partido.
Pues un día apareció por mi barrio un equipo al que llamaban Peñarol. El Peñarol de Montevideo (Uruguay), el original, en aquella época era de lo mejor del mundo. En los equipos de barrio nos poníamos nombres que emulaban a esos grandes clubes: porque te gustaba la camiseta, porque era más fácil de conseguir… Mis amigos me llamaron para ese partido que estaba a punto de comenzar, en un campo de fútbol —por llamarlo de alguna manera—, con un balón —por llamarlo de alguna manera—, y allí fui a jugar sintiéndome de los mejores. La verdad es que lo era.
(Usaré otro post para describir los campos en los que jugábamos y los balones que usábamos).
Comenzó el partido y Añoño —en la foto es el que tiene el balón; no podía ser de otra manera— cogió el esférico. Nosotros solo lo tocábamos para sacar de centro. Tenía una pierna izquierda absolutamente mágica. Nunca sentí nada igual: impotencia y admiración, una mezcla que aún me dura. Ya no la impotencia, sí la admiración.
Alguien dirá: «Erais niños».
La respuesta es: Añoño le hacía eso a niños, a mayores, a ancianos y al que se le pusiera por medio.
Añoño estaba dotado de un talento natural para jugar al fútbol increíble, extraordinario. Lo veo muy de vez en cuando; es un tipo amable y cariñoso. Pero yo siempre recuerdo esa pierna izquierda haciendo aparecer y desaparecer el balón, con una sonrisa burlona… la sonrisa del jugón, como diría mi recordado Andrés Montes.
¿Cuántos Añoños hubo y hay? —preguntaba al comienzo—.
Imagino que muchos… o ninguno. Yo tuve la suerte de conocer a uno.
¿Por qué no fue futbolista si era tan bueno? —preguntarán otros.
No todo el mundo quiere serlo. No todo el mundo está dispuesto a hacer ese sacrificio. En esa época, además, no se veía el fútbol como una profesión desde edades tempranas.
No lo sé.
Lo que sí sé es que cualidades le sobraban.
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